Cinco minutos.

A casi dos meses de una oscura sequía literaria, en la que el teclado me ve con recelo mientras la tecla backspace arrasa con furia todas las letras que había escrito y que formaban palabras que en conjunto me habían parecido geniales hace apenas cinco minutos, pero que en esos cinco minutos el crítico interno, ese despreciable alter-ego despiadado, aparece, inquisidor, de la nada, y desmenuza, destroza, despedaza casi atropelladamente toda la idea que, a poco, había florecido. Cinco minutos, y estoy de nuevo en el limbo, o peor aún, en ningún lado, ya que el Vaticano nos ha advertido que el limbo no existe, lo que me coloca en un espacio sin nombre, en este mundo inenarrable donde el principal depredador es el cursor, que no me mira fijamente, sino que parpadea amenazante, pero dejando desazonadamente al descubierto la incapacidad de mis dedos para colocar ideas en este plano, y a razón de cinco en cinco los minutos siguen pasando, y se van convirtiendo en días, y estos se convierten en semanas, y cada vez es más difícil escribir. Leo con envidia otros blogs, unos lo escriben diario ¡diario!, otros de forma hebdomadaria o por lo menos quincenalmente, mientras que este blog parece titilar como anuncio abandonado de neón, entre telarañas oscuras y un vacío silencioso que avanza entre el tiempo, mientras que mi necesidad de escribir demanda un tema cada vez más trascendente, como para compensar el olvido, pero nada parece suficiente. La ironía de pensar que puedo tener mucho que decir y no encontrar como decirlo me sofoca, me sofoca la sensación de tener mil ideas incorpóreas y que se nieguen a transmutar en el cuerpo de un texto… Pero sobre todo me sofoca la idea de que el tema que logró ser trascendente para escribirlo fuera mi incapacidad de encontrar algo trascendente que escribir. Y ahora ya vienen los siguientes cinco minutos.