El Ocho

En las calles de Ozulama y Amsterdam, en las inmediaciones de la Colonia Condesa en el Distrito Federal, existía, casi imperceptible, una cafetería con un concepto más original que solo el café, el ofrecimiento de juegos de mesa, intercambio de libros, así como la lectura de los mismos, aunado al inigualable ambiente que reverberaba en el lugar, hacía de la estancia en el mismo una experiencia totalmente agradable, de hecho no recuerdo haber probado helados más deliciosos que los que allí servían, y por esos mismos helados fue que conocí el lugar: “El Ocho” era el sencillo nombre que tenía, y al pasar apenas hace unos días por la zona, vi que como muchos otros negocios en los últimos meses, “El Ocho” había cerrado sus puertas, al parecer, definitivamente. Tal vez en sí el lugar no era tan maravilloso, pero en él recuerdo haber pasado momentos muy entrañables que ahora se funden en mi recuerdo y dan lugar a esa reminiscencia que tan bien conozco y que lleva el nombre de nostalgia.
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Dándome vueltas en la mente y viéndome atrapado, como siempre, en la misma nostalgia, de lo que fue, de lo que ya no es, me golpea en la cara el hecho de que aún dentro del rito más automático, nunca nada es para siempre; invariablemente, en algún momento todo va a cambiar. Lo curioso es que tenemos la noción inherente de esto, pero nos pasamos la mayor parte de la vida negándolo, construyendo rutinas que nos den seguridad, que nos permita aferrarnos a algún asidero, que nos permita sentirnos constantes y eternos. Esta gran negación es parte de la misma negación a vernos como personajes pasajeros en el viaje de la vida, o más allá de ésta, y esta misma actitud viciosa nos aleja de la capacidad de apreciar los contados y efímeros instantes que dura nuestra existencia.
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Aún así, siempre tendremos, dentro de nosotros, esa necesidad de ir adelante y de querer quedarnos atrás en la temporalidad, de encontrar esa sensación única que tuvimos en ese momento también único, e invariablemente refugiarnos en ella, por ello es que dedico estás líneas a ese lugar, que ahora se encuentra ya dentro de mi memoria en un lugar muy especial.

Y… ¿Quién quiere ir al cielo?

Pocas cosas me han irritado tanto últimamente, y de verdad que la política y la economía han estado realmente irritantes, pero las declaraciones en el portal del Vaticano del cardenal mexicano Javier Lozano Barragán acerca de que los homosexuales no entrarán en el reino de los cielos, me provocó una molestia extrema.
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No entiendo cómo en pleno siglo XXI, alguien puede erigirse como oráculo para interpretar los designios divinos y con esa misma autoridad censurar el derecho humano fundamental y simple de ser quien es, integrando sus gustos y preferencias, y encima cobardemente escudarse en que dicha declaración no fue hecha él, sino por san Pablo, olvidando que históricamente Saulo de Tarso acabo personalmente con decenas de católicos, y después convertido al cristianismo trató de destruirla desde adentro con sus cartas, llenándola de preceptos chovinistas y demás joyas que acompañan desde entonces a esa religión, pero esto es ya material como para otra entrada. Este sacerdote sostiene incluso que la homosexualidad es una actitud aprendida, derivada de una “confusión de la identidad en la adolescencia”. Aprovecho esta ridícula aseveración para comentar que yo no creo en la homosexualidad.
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En primer lugar, como declarado enemigo de las etiquetas, reniego que se clasifique a los individuos, y mucho menos que se haga con respecto a sus gustos o preferencias, si ya separar por géneros me parece absurdo, nunca he escuchado que la gente que prefiere el chocolate o la vainilla, pertenezcan por eso a algún grupo minoritario, por lo demás, el ser humano como cualquier otro animal responde a estímulos, un ser humano puede ser estimulado sexualmente por otro sea de su propio sexo o no, y eso no da lugar a ninguna transmutación de género, el hecho de experimentar o no esto es realmente una cuestión cultural. Diferentes civilizaciones muestran posturas propias al respecto, en donde los griegos proponen que el verdadero amor solo puede darse entre dos hombres, siendo el rol de la mujer solo el de procrear. Por tanto, en un ambiente propicio la cuestión de la definición de la sexualidad no es un absoluto, por lo menos no necesariamente, sino incluso ser rotativa. El hecho es simple, ni “heteros”, ni “homos”, ni “gays”, ni “bugas”, solo seres humanos con gustos similares o disímbolos, complejos o sencillos, pero solo eso seres humanos.
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Regresando al cardenal que nos ocupa, él lanza la aseveración de que ir contra natura es ir contra Dios, tendría entonces que cuestionarle, siendo el celibato (suponiendo que se lleve a cabo realmente) obligatorio entre las huestes de sacerdotes ¿Qué acaso el celibato no es ir contra natura? En el antiguo testamento, una de las frases de Jehová recita: “Creced y multiplicaos” ¿No es también ese celibato ir en contra de Dios?
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Aparte de ello, desde su fundación, la iglesia católica se ha encargado de indicarnos quienes entraran al reino de los cielos y quienes lo tienen vetado, siendo así los nonatos, como cualquier otra persona no bautizada, los profanos, los no creyentes, los excomulgados, ninguno de llos entrarán al cielo, me pregunto entonces: ¿Dónde mora Mahatma Gandhi? ¿Zoroastro? ¿Sócrates? ¿Quetzalcóatl? O peor aún… ¿Quién sí está en el cielo? ¿Mussolini? ¿Los Borgia? ¿El padre Maciel?
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Me queda algo muy claro: Sí existiera un paraíso, y este sacerdote estará allí, yo definitivamente prefiero ir a cualquier otro lado.